El día llegará
Lo siento tanto, me dijo, mientras tomaba mi mano y la usaba como paño.
Ese fue el último día que lo vi.
Y pasó mucho tiempo.
A partir de allí solo apareciste en siluetas. Corazón arrugado. Creía verte de reojo: nadie. Resignación. Segundos de esperanza y luego hueco en el pecho. Rasguños en las entrañas.
A veces pasabas a mi lado. Recordaba tu caminar peculiar: Arrastrabas la suela de sus zapatos cada diez o quince pasos. Shhhg shhhg. Ese sonido se grabó en mi memoria. Siempre volteaba a verte, pero no estabas.
En tardes clandestinas, mientras bebía hasta el hartazgo, miraba a las otras mesas, buscándote. Segundos, malditos segundos. ¿Qué posibilidad había de encontrarte entre tanto ebrio confundido? Cerveza y yo. Y ahora la botella era la mano que me secaba la cara. Indiferente.
Te escribía todas las semanas cartas que nunca recibías, porque nunca las enviaba. Empecé a tomar algunas fotografías y vídeos de paisajes. Cortos de un minuto donde había animales y uno que otro niño jugando. Y claro, mucho verde. Ah, si estuvieras acá, me decía, mientras sentía un escalofrío. Mientras sentía mariposas en el estómago y mucho ácido en el pecho.
Quise abrazarte tantas veces.
Pasaba mucho tiempo mirando el jardín de mamá. Hábito que formé sin darme cuenta. Amaba los días soleados porque pintaban todas las hojas y flores. Amaba sentir que todo vivía y brillaba. Imaginaba entonces que sostenía tu mano y te preguntaba: ¿En diez años podremos estar así, tan vivos?
Y pasaron años. Muchos años.
Cuando la luz se fue, supe que debía partir. Ya no pertenecía a este lugar. Tuve que remodelar toda la casa para alquilarla y luego sobrevivir. Al pintar las paredes encontré dibujos que había esbozado de pequeño. Figuritas sin ojos. Mártires de grafito. Fue complicado cubrirlas con pintura. Me quedaba absorta mirando el muro antes de pasar la brocha y, al hacerlo, sentía que algo me dolía. Seguro la nostalgia.
Lo más difícil fue despedirme del jardín. Las plantas seguían vivas, eternas. ¿Qué haría con ellas? Llamé a una gran amiga de mamá, alguien con la misma pasión por la jardinería. Le pedí que cuide a cada una. Le ofrecí todo lo que pude pero no aceptó nada. Le mandaré fotos cada semana, me dijo. Nos abrazamos. Miré de reojo una sombra, tal vez era ella, rociando las hojas de sus favoritas.
Viajaba a medianoche. En todo el día preparé mis maletas, dejé todo en orden. También me despedí de algunos amigos, solo unos cuantos. El resto ya vivía quién sabe dónde. En la tarde fui a las afueras y, a la sombra de un árbol dormí un poco. Me desperté en paz. Tranquilo. Supongo que estaría bien morir aquí, pensaba, antes de pararme y regresar.
La hora final.
El trayecto fue largo. Dormí mucho. Había tomado como almohada el hombro de un desconocido. Al despertarme le pedí perdón. Agradecí su gentileza. Está todo bien, me dijo. Se despidió. Me regaló su bufanda. Tomé mis cosas y al bajar del bus... esperaba verte. Ya te había imaginado: Tú, ahí, con tu semblante de atardecer, con algún polo de superhéroe, con tus pantalones cortos, tal vez con algunas flores, sonriendo. Miré a todas partes. Mi cara roja.
Llegué a mi nueva casa con el nudo en la garganta.
Y aquí estoy.
Sola.
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