Allá en el cielo está nuestro universo
La polvareda arrasó con todo. Mabel y yo nos sentamos en la azotea. Vimos cómo la nube de polvo se tragaba casas y gente, mucha gente. Tal vez sería el fin. Abrazo. Abrazo fuerte y resignación. Y así el polvo se metió en nuestras orejas y cabellos. Cerramos los ojos. Aguantamos la respiración para no contaminarnos: casi imposible. Levantó la cabeza y me susurró al oído: allá en el cielo está nuestro universo. La nube de tierra se fue. Y Mabel también.
Los siguientes días fueron deprimentes. Demasiado. Busqué en
cada rincón de la casa, de la cuadra, del barrio y de la ciudad. También busqué
en las afueras. Solo encontré luciérnagas y ovejas descarriadas. Me
miraban con extrañeza. Seguro están tan confundidas como yo, pensaba. Todos se esfumaron. A veces creía ver a una u
dos personas de reojo. Vagas ilusiones. Momentos para recordar que
alguna vez hubo gente.
En el pecho se sentía la ausencia del mundo. Y mi pecho
reventaba. Días y horas caminando. Las polvaredas no paraban y yo seguía
siendo humano. Ya no tenía sangre, solo arena. Y mi piel áspera. ¿En dónde está
Mabel? ¿Dónde está Mabel, Mabel, la mujer que más amé?
La tempestad arrasó personas, caminos, casas, automóviles,
edificios y más personas. Pero en ningún momento me tomó. Había
momentos donde, preso de la incertidumbre, quise ahorcarme con extensiones
naturales, pero por arte de magia, ¡pum!, al suelo, al infierno. Todo sigue
igual. ¿En dónde está Mabel?
También en mis sueños había desaparecido. A veces soñaba el pasado. Ella y yo caminando, riendo, gritando o llorando. Pero ya no estaba. Partículas y yo. Píxeles y píxeles. Arena.
Viento, mucho viento. Y yo con una chalina en la boca y lentes de sol;
hablando con el aire.
Y fui perdiendo el rumbo. Caminaba tanto en mi calvario que
mis zapatillas blancas ahora eran rojas casi negras. Todo color verde. Sin apetito, la polvareda me llevaba mucha fruta y agua. Ya no luchaba
por volver o volar. En el inicio de todo batallaba contra el viento. Empujando el
aire. Dando vueltas y gritando: ¡llévame, llévame donde Mabel! Tragando arena.
Mucha tos. Mucha sal y lodo en la cara. Pero ahora corría con ella. El sonido de la
tempestad anunciaba mi rutina. Alistar la bufanda. Ponerse los anteojos. Cubrir
los oídos. Sigamos caminando.
Y poco a poco fui recorriendo todo el mundo. ¿Buscando algo?
A Mabel, sí. Pero el correr de los días y la muerte natural me decían que tal
vez ya no volvería. Las ráfagas de arena también cesaron: una o dos cada
año. La purga, como la llamé, había resultado y todo volvía a la normalidad.
Pero yo, foráneo, error natural probablemente, caminaba y
caminaba. ¿Dónde está Mabel, la mujer que más amé?
Y así fui envejeciendo. Me hice amigo de todo. Descubrí
cosas inimaginables. Seres que a mis treinta y siete años de vida nunca había
visto. Me pinté de cobre y plata. Bebí agua y mucho vino. Me vestí de ramas,
hojas y nubes. Reí con animales y plantas. Me sentí yo y nunca fui el mismo
jamás. Teñirme de azul al dormir y ser de oro al despertar. Respirar. Sentir. Ser.
Sangrando los pies nacieron bosques y montañas. Llorando mucho brotaron manantiales
y océanos. Pero siempre en la concepción, en el inicio del mundo, en el brote
de la semilla, en la nube de seres, preguntaba por Mabel, Mabel, la mujer que
más amé.
Supe, muchos años después, que aquel día iba a morir: La polvareda había
regresado. La más grande que había visto. Esta vez consumía todo, no solo cemento, del que ya no había ni rastro. Atrás dejaba un terreno negro, pobre, triste. Era el fin.
Acostado en el pasto. Respiré hondo. Despejé mi ser. Sentí mi brazo cediendo a la catástrofe. Y, cerrando los ojos, sonriendo, me susurró.
—Acá en el cielo está nuestro universo.
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